Nacionalidad, concepto que puede tener diversos sentidos en que se verán involucradas tendencias para pertenecer o para negar. Si con la nacionalidad se trata de esclarecer el concepto de patria —o matria, como se busca definir ahora—, para identificar las diversas formas de pertenecer a la nación mexicana será necesario discriminar, en la mejor de sus acepciones, las conductas y actitudes vinculadas con “lo no nacional”; algo así como negarles registro en el catálogo de las icnografías más ampliamente extendidas y popularizadas que “describen” a “lo mexicano” y lo separan de “lo no mexicano”: colores tipificados que los niños aprenden a localizar claramente en una bandera, una relación cromático-afectiva por un símbolo espectral que de origen no tiene sentido, pero que toma forma conforme avanza la “educación” y se cultiva un afecto igual al que los michoacanos abrigan por una camiseta monarca que les remite a la empresa de quien quiere otros aires menos jodidos; la comida y la bebida “típicas” que en realidad se consumen por pose en ciertas condiciones de la celebración; formas de la música que no casan ya con el figurín de moda ni con la chica cuyo diseño de imagen se basa en modelos alejados del tipo nacional que tanto “orgullo” inspira, pero que suena ad hoc en las fiestas patrias donde lo más granado de lo europeo se toma un respiro para hacerle sitio al tequila, al mariachi, al traje de china poblana y al pozole. Desde el verbo, la nacionalidad tiene que ver con una connotación política muy distinta: se refiere a la nación otomí, náhuatl, maya, etcétera. Desde este punto de vista, si en este país no hubiera tantas nacionalidades como culturas originarias, sin discusión, todos los nacidos aquí se podrían asumir mexicanos. ¿Dónde está la discusión, que no el problema ni la controversia?
Punto número uno: sin nada en contra de los mexicas, ¿por qué mexicanos?, pero, sobre todo, ¿por qué no tarahumaras, mayas o zapotecos? En serio, nada contra los mexicas, hablantes de una de las lenguas más ricas y autores de una de las culturas más florecientes del mundo —sin exageraciones—, pero ellos mismos no deben pasar por alto el desdén que los adoradores de Luis Miguel sienten por los antiguos mexicanos y la parte de la Historia que representan, y ven en los aztecas a un pueblo de nacos, igual que en los “oaxacos” o los “paisanitos” del “interior del país”.
Punto número dos: esta sociedad neocolonialista que tiene en el ideal europeo y norteamericano un modelo a seguir, ha cultivado y cultiva símbolos y antisímbolos que les ayudan a disimular lo que por vergüenza ocultan fingiendo un “orgullo” que se deshace cuando se les pilla escenificando “la tradición” en el patio de la escuela un Día de la madre o en un festival de clausura. No es broma, el traje de charro quizá tenga que ver con caciques “empleadores” de indios, negros y rancheros, a quienes obligaron a “cobrar” en especie en las tiendas de raya; quizá estos pillos se sientan mexicanos por ejercer en el país de donde robaron la tierra que no era suya, ¿pero mexicano el traje de charro? Nomás hay que voltear a ver a Yucatán, a Veracruz o Oaxaca.
De la “música bravía”, como el punto número tres, ya ni hablar: es el antisímbolo de la “mexicanidad” que deja muy mal parado al macho empistolado, cantando a moco tendido por los desdenes de la mujer que, cuando le niega sus favores por coyón, es lo mejor que pudo hacer. Cuando un mexicano dice: “¡Viva México, cabrones!”, no hay que pasar por alto el moqueo de un gritón frustrado suplicando por un reconocimiento que nadie le dispensa.
Fuente foto: Protestan para que Monarcas Morelia no cambie de sede. FOTO: Guadalupe Martínez