La verdadera condición de los pueblos indígenas se podría abordar con seriedad, si las instituciones no mostraran tal preferencia por la versión fácil del tema. Del pueblo michoacano —abandonados a lugares comunes, como quien de pronto se abandona a las canciones de José Alfredo—, suele decirse que son herederos de una cultura michoaque, tarasca o p’urhepecha florida y gloriosa, que su música y su canto son una riqueza de la que estamos orgullosos o que habita un territorio lleno de boscosas montañas, ricos valles y hermosos lagos que revientan de peces.
Si se trata de un político que se confecciona un discurso para resaltar lo que sabe sobre este pueblo, funciona, a pesar de que no tenga la menor idea de lo que dice que dice; y si le sirve para Michoacán, le sirve para cualquier otro pueblo, pues con un discurso tan falaz se puede cobijar por años a un pueblo, a una ciudad o a un país entero, igual que el éxito de un producto pirata en una sociedad dispuesta a consumir a buen precio lo fatuo, lo jorro o lo hecho al aventón. Es decir, si funciona es porque encuentra feliz acomodo en una audiencia sin condiciones para calificar; le da igual porque no entiende nada y no discutirá sobre la calidad porque no distingue un discurso malo de uno peor. Se llama ignorancia.
Aclaración pertinente: En su acepción más segura, la ignorancia es una condición de desconocimiento y, a menos que se use peyorativamente, un nivel de ignorancia es un dato y no tendría por qué motivar sanciones en ninguna de sus formas, pues todas las sociedades en cada nación y en cada cultura viven un nivel de ignorancia, que depende directamente de condiciones de marginación y de dificultades para acceder a servicios educativos o para satisfacer necesidades básicas, como alimentarse y alimentar a su familia, protegerse del frio y de la lluvia, resguardarse de las enfermedades, o curarlas, llegado el momento.
Cuando las instituciones se resisten a hablar de la ignorancia, de su lesividad y sus efectos en la conducta de la población, la condición de ignorancia pierde importancia por ignorancia y su desatención la vuelve harto peligrosa; pero cuando la población que la sufre es la misma que se desentiende de ella, la ignorancia puede ser mortal, literalmente. Un alcohólico engreído puede abrazar su muerte física y emocional con el mismo deleite que bebe por las mañanas para paliar su resaca.
Puede ser más bonito y emocionante insistir en la grandeza del pueblo p’urhepecha —con lugares comunes y todo—, de la sabiduría de nuestros ancestros, de lo importantes que son las fiestas y festividades, de lo eficaces (hasta infalibles) que son la medicina tradicional y los milagros del Santo Niño, o una fe a toda prueba; pero no hay por qué ignorar las conductas de la ignorancia frente a un coronavirus como el SARS Cov-22 que no sabe de nuestro florido pasado histórico, ni de la tradición o las ansias por bailar investido de viejo, de moro o de soldado, que tienen el carguero capitán o el mayordomo de la fiesta; nadie debe ignorar, más allá de las ganas de celebrar, cómo se contagia una persona, cómo se evita un contagio y cómo se procede en caso de una pandemia que se aprovecha muy bien de nuestros niveles de ignorancia. Se ha visto de todo: el dueño del bar que se cree superior que cualquier “chingadera microscópica”, el líder de comerciantes que promueve la protesta pública culpando, ebrio de impotencia política, al menos culpable, hasta el carguero de la fiesta que no está dispuesto a renunciar a su única oportunidad de lucir en público o el grupo de parranda que arma su propia fiesta en aras, dice, “de un milagro”.
Entre los individuos como entre las naciones, lo peligroso de la ignorancia es ignorar lo que se ignora.