Llamar cuarta transformación a un proceso mediante el cual, entre otras cosas, se ha puesto fin a más de 75 años de acción nacional, institucional y revolucionario, no es ni poca cosa ni casualidad: se trata de desmantelar complejas redes de corrupción, clientelismo y privilegios de la clase política que vivió tan campante, abusando de la población, como si el país no hubiera pasado por un movimiento social para independizarse del imperio español, otro para reformar las leyes y sacudirse la bota de la Iglesia y uno más para desarticular una dictadura de más de treinta años que no tenía en la longevidad de un presidente perpetuo su mal mayor, sino en la pasividad para aguantarlo, de una sociedad con problemas de memoria, o de ignorancia, según se vea.
Inútil tratar de que lo acepten los activistas del movimiento llamado Antorcha Campesina o sus afiliados, por más que estudiantes, de las casas Espartaco, los eternamente maiceados campesinos de la Confederación Nacional para el gremio, los burócratas de reloj chequeador, máquina de escribir y perforadora, inventores del sindicalismo parasitario ni, mucho menos, los agremiados del movimiento floresmagonista, adoctrinados para lamer la mano de quienes alientan la ignorancia y los mantienen a raya, con cuidado de no revelarles jamás cómo es y de qué va el pensamiento de los Flores Magón.
No importa si los periodistas fifís se concentran en demeritar el trabajo del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador (a quien culpan hasta de la pandemia por un coronavirus que azota al mundo); no importa si la sociedad no comprende la naturaleza de una epidemia y, aun así, dice “no creer” (como si se tratara de eso) que la pandemia se esté despachando a miles, o si no ven el trabajo de López-Gatell, quien, sin interrupción, ha buscado mantener a raya la desinformación (sin conseguirlo, pues la ignorancia tiene otros planes); no importa si la sociedad no es consciente de que las transformaciones duelen y que las reacciones de quienes han ido perdiendo sus privilegios reaccionen, y es natural, reclamando una tranquilidad que hoy extrañan.
¡Que les preocupa en qué se va a gastar lo que se obtenga de vender o rifar el avión presidencial!, ¿de cuándo a acá?, ¿no había venido funcionando muy bien hacerse tontos como cuando el rescate bancario, como cuando la estafa maestra, como cuando los abusos de Martha Sahagún y sus hijos, como cuando se dejó abandonados a los mineros sepultados en Pasta de Conchos o se olvidó la desaparición de los estudiantes de la Normal Isidro Burgos, o los más de doscientos hospitales abandonados durante la administración de Narro Robles? Quizá sea mejor, con lo dicho hasta aquí, desinteresarse por transformación alguna, como hace Michoacán.
Ocupado en inyectarle futbol al pueblo, el gobierno de Michoacán no parece interesado y, para fortuna de la mediocridad, el Atlético Morelia se queda en el estadio Morelos. El pueblo no tendrá mejores librerías, ni más teatros, ni más museos, ni bibliotecas, pero tendrá futbol, aguacateros, que se adueñan del agua y bombardean las nubes, y una empresa que los mantendrá aficionados al futbol (que no es igual que hacerlos deportistas, no nos digan eso), a las papas fritas y al alcohol, cada fin de semana.
Al final, lo único que la cuarta transformación no verá cumplirse es la amenaza (¿o promesa?) de quienes aseguraron que “si ganaba AMLO, se irían del país”. Por más que hayan cambiado de residencia, los comunicadores chayote, los payasos, que hoy añoran de corazón el régimen que ya no es, están que se van y se van, y no se han ido.