Zäkjua hizo sonar una campanilla y el hombre de la túnica dio por terminada la oración colectiva organizada en el patio de la iglesia recién construida en Sïtunio, aquella aldea de nativos tarascos que el religioso no lograba congregar. Esparcidos, usando piedras como asientos, temerosos, jóvenes indios animados por sus mujeres, finalmente se habían apostado en las proximidades de aquel monumento de piedra coronado por la imagen de Santo Santiago.
Ataviada hasta el tobillo con una túnica blanca llena de encajes, Xingri, ahora bautizada Caridad, salió al encuentro de Sïkua, el hombre que aspiraba llevarla a vivir en el paraje de Uekamitio, donde el guerrero sin un brazo se ufanaba constructor de una choza acogedora para una doncella como Xingri. Completamente transformada, un escapulario al pecho resalta una custodia y una corona de flores remata su cabeza.
—¡Es de no creer que se haya visto mujer más linda que ésta que me roba el sueño!
—Dices eso porque me ves con ojos enamorados, amado Sïkua. Soy la misma corriendo por el campo, desnuda y descalza, que con este ropón que me ha prestado nuestra santísima Virgen de los Remedios.
—Es posible; siempre serás una estrella para mí, por más que ahora sufra cuando te veo al servicio del dios de los blancos.
—No debes temer; fray Martín nos ha explicado las palabras de vida eterna que vienen en sus libros, nos dice que está designado que sufriremos, pero no para siempre porque “ya viene el tiempo de la gloria”, es lo que ha dicho, y nos echó bendición con agua que es tocada por el corazón misericordioso de nuestro santo padre.
—Y le has preguntado al cura éste, ¿por qué sus hermanos los soldados nos tratan como animales?, ¿no es verdad que han dicho que somos hijos de su dios?, ¿pero no es cierto que nos golpean y nos hacen trabajar para ellos? —reclamó el macehuali, sin entender las doctrinas de la otrora sacerdotisa de Kurhikaeueri.
—Por designio, nuestro santo padre nos manda un destino y éste es el nuestro; pero si abres tu corazón tal vez puedas entender la dicha de ser pobres porque nuestro es el reino de los cielos.
Temeroso de la ira de sus propios dioses, Sïkua abrió tamaños ojos y calló para no contrariar a Xingri; a pesar de todo, la amaba profundamente…
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La columna de humo que se levantó en el atrio de la iglesia de piedra su podía ver hasta Tsintsimeo. Al grito de “¡muerte a la herejía!”, los soldados de la Corona prendieron fuego a los cuerpos de los indios, seis ancianos atados a columnas de madera que sufrieron el suplicio ante los ojos, brillosos de odio, del fraile que sentenció a “los inconversos”.
Hombre y mujeres de la aldea presenciaron la escena sin atreverse a intervenir, sin comprender; sus ojos no estaban acostumbrados a ver aquello, no estaba en su memoria nada igual.
—¡Qué es lo que ocurrió! —preguntó ansioso el guerrero sin un brazo.
La doncella presenciaba con indignación el martirio de los infieles.
—¡Algo terrible! —dijo, y se soltó llorando—: Fray Martín descubrió a estos ingratos mientras rezaban a nuestra santísima virgen María, pero debajo de su santísimo manto habían puesto figuras de Kurhikaeueri y Xarhatanka. Fingieron amar la verdad, pero siguen amando la mentira, ¡así les pagan a quienes nos han traído al verdadero Dios…!