18:45 o cuarto para las siete
Palpo de nuevo en el bolsillo para asegurarme de que mi carnet sigue ahí mientras reviso cuántos hay delante: dos señoras jóvenes, su hijo de diez años, y un hombre negro con su mujer, a todas luces extranjeros los dos. Todos usan mascarilla y a todos se le ve la franja roja que indica que su vida útil ha caducado. Estamos formados para obtener una nueva, una que el Sistema de Vigilancia Epidemiológica verifica antes de abordar. “Si no tomo este microbús, no llego a mi casa con luz de día”, pienso y repaso mi número personal. Cabemos siete personas más, y yo soy la número 6. Respiro; si no pasa nada, me toca el penúltimo asiento en el transporte.
18:15, hace media hora
De pie, abro el periódico y localizo la página y el párrafo donde me quedé, sin descuidar la pantalla del monitor en la pared, donde, en cualquier momento, espero leer mi número de identidad. Siento el aleteo inconfundible de un mosco en la oreja que me alarma, pues estos zancuditos se han vuelto una amenaza mortal. Manoteo y veo cómo sale huyendo, le sigo el vuelo y veo que se posa en la mano del hombre que está sentado leyendo. Sin pensarlo, me lanzo sobre el insecto y asesto un golpe seco con el diario. El hombre pega un brinco esperando una explicación. Para tranquilizarlo, le muestro el insecto que ha ido a parar muerto en el suelo. Me sonríe agradecido y apenas tuve tiempo de corresponder a su gesto porque en ese momento el monitor muestra y canta mi número: M&214-9, ¡es mi número!
Me acerco al mostrador y una señorita, que se adivina hermosa debajo de una mascarilla reglamentaria, me recita las instrucciones. Con el mayor cuidado, me entrega un sobre que “debe abrir confidencialmente, leer el número que está ahí y, por su propia seguridad, memorizarlo”. A mi manera, trato de retenerlo: Cuatro más el doble, ocho; luego el ocho más uno, nueve; más el primero dos veces, cuatro y tresmasuno: cuatro ochenta y nueve, cuatro treinta y uno.
Con mi carnet en el bolsillo me coloco en la fila, justo detrás del hombre a quien hace un rato le salvé la vida evitando que el mosco pudiera infectarlo; inserto mi carnet en la máquina y le dicto mi número a una vigilante excedida de peso: 489341. La gorda me mira con severidad, pues la clave no coincide. Sin aspavientos hace una señal a dos policías que acuden en el acto.Me toma cada una por un brazo y me reinstalan en la sala. Antes de dejarme afuera del andén, una de ellas me desliza una amenaza: ¿De qué nos quieres ver la cara?
Vuelta al trámite desde el principio.
18:47 o menos de un cuarto para las siete
Pasé la tarjeta por la ranura y para teclear la clave en la máquina, estuve a punto de confundir el número 771177 con el 117711; la muchacha me clavó sus ojos miel con absoluta desconfianza y me hostigó: “¿Está usted segura?” “Sí; completamente”, respondí sin bajar la mirada. Tecleó con ese gesto automático que dan el tedio y la costumbre. Sudé frío. “Pero si usted teclea mal, no es mi culpa; se lo advierto”, dije sin despegar los dientes. “¿Perdón?”, y de nuevo me apuñaló con sus hermosos ojos. “Nada, mi reina, nada”, y sonreí lo mejor que pude. Con una casi sonrisa, la muchacha hizo un gesto de “más te vale”, y las dos leímos en la pantalla: operación exitosa”. Una mascarilla dentro de una caja plastificada salió del despachador. La revisé y me la coloqué en el rostro sin dejar de avanzar…
Me tocó junto al conductor, quien no tenía intenciones de negarme el asiento del copiloto pues de seguro que no quería perderse la compañía de una chica de hermosas piernas.
Ya que la ley nos obliga a usar estas mascarillas que nos cubren hasta los ojos, se ha vuelto costumbre en esta ciudad que las mujeres echemos mano de escotes y faldas cortas.
Hace algunos años, una podía andar con cubre-bocas, como mucho; pero es que el virus no era tan agresivo ni resistente como ahora. A tres años de la pandemia por coronavirus, si tenemos que cuidarnos hasta de los zancudos, es porque, según se dice, estos insectos pueden hospedar el virus y transmitirlo a los humanos.