El hábito del monje

Ismael García Marcelino

Recargado en el barandal que da al club deportivo de la escuela, me hice a la idea de esperar. Me dediqué a observar a quienes paseaba por las madres de la piscina: un estudiante explica a su padre cómo funciona la escuela; una anciana en silla de ruedas que empuja su nieta de unos once años y… ¿nana Agustina?

            Sí, no había duda, ahí estaba la madre de Leandro, ex compañero de Básica, caminando nerviosa, sin saber dónde poner las manos ni cómo tenerlas quietas; falda demasiado corta y no el vestido de percal de toda la vida, una blusa abotonada hasta debajo de la cintura, zapatillas que la hacen perder el equilibrio y un par de pulseras; un tocado remata el peinado de salón, un poco de maquillaje bastante mal aplicado que dificulta identificarla. Imposible no notar la falta de rebozo, que una señora del pueblo no deja jamás. Ante su mortificación, dejé de verla con insistencia. Según yo, no me vio, pero no pude evitar la furia: lo que hicieron de su imagen para traerla a la graduación de su hijo me indignó hasta la rabia. De espaldas a ella, si me reconoció, pero, sobre todo, si se enteró de que la vi ataviada de esa extraña manera, nunca lo sabré…  

 

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Leandro acomodó su guitarra lo mejor que pudo, se ajustó la corbata y se abandonó a la tristeza. Terminar la carrera era igual que no ver a Alondra nunca más. El Zapote es un pueblo en la montaña de Guerrero que jamás ha visto y, según le han dicho, es mejor quedarse a vivir allá hasta que termine el ciclo escolar. Alondra, en cambio, un año más en la Normal de Mujeres y vuelta a San Luis, a trabajar con su familia; no está entre sus aspiraciones ejercer como maestra; no lo necesita.

            Leandro hizo un gran esfuerzo porque no se dieran cuenta de su dolor, mientras los aplausos resuenan todavía en el patio de la Escuela de Maestros, de Tiripetío, un pueblo en la provincia de Michoacán, fundado por jesuitas en el siglo xvii.

            Entre los aplausos, le parecía reconocer las tímidas palmadas de su madre que, al final del patio, sin sentarse, no perdió detalle del recital de la rondalla, que cerró su actuación con Las Golondrinas. ¡Qué orgullo siente por su hijo, y qué pena haber nacido indígena, qué dolor sentirse indigna de quien ahora es todo un profesor!

            Rodeado de portales y aulas sostenidas por muros de cantera, el patio se coronaba hoy con espectacular entarimado a modo de escenario para el festival de clausura. Leandro estuvo a punto de soltarse llorando, cuando sintió en la cintura unas manos que lo abrazaron con ternura: “Va a ser un año, por mucho”, le dijo y le obligó a volverse para besarlo con cariño. “No voy a saber vivir sin tú”, le dijo y se aferró a sus manos; “¿vas venir para verme?, ¿quieres para que yo voy a ir a San Luis a verte?”. “¡Mi amor, no hable de eso ahora!, usted váyase a su comunidad y dé lo mejor; los niños del Zapote necesitan de un buen maestro como usted. En un año estamos juntos de nuevo, va a ver”. “Es que no sé si voy poder, este…” “¡’Este’ nada!; usted se me prepara para ejercer con dignidad y deje novia para mejor ocasión. A ver, vamos para que ahora sí me presente a su mamá, ándele”.

            “Es que… al final, no vino”.