La chispa de la muerte, años después

Abdías Segundo

Más masoquista que oír El pecador, una canción de Rubén fuentes que canta Alberto Vásquez, es oírla dos veces. Si una ocurrencia sobre la base de nada es puesta en una canción, más allá de su calidad artística, si la tiene, y se repite hasta el cansancio, pone a la sociedad en riesgo de terminar tomándolo como verdadero. Suele pasar. Como si la iglesia no tuviera ya suficiente con la interminable retahíla de dogmas imposibles de demostrar, en esta canción el autor dice cosas como “¡hazme bueno, Señor; te pertenezco!”

            ¿Es en serio?, ¿alguien puede hacerse bueno —no cambiar, sino hacerse bueno—; pero, sobre todo, alguien se transforma de malo en bueno porque un día el Señor lo toca y, saz, como en las historias de La rosa de Guadalupe, de pronto le vienen unas ganas inmensas de ser puntual en el trabajo, renunciar al sindicato, pagar a tiempo su predial y colocarse el cinturón de seguridad sin que nadie se lo exija? Más adelante, como si los malos lo fueran por estar abandonados de la mano del Señor, dice: “soy tu hijo también y lo merezco”, eso ya es el colmo.

       Lo letal de lo letal está en que parezca inocuo, lo alarmante, la confianza con que las sociedades lo abrazan, y lo perverso, en los propósitos de quien lo promueve. Dañina hasta la letalidad, malintencionada y apoyada en muy perversas trampas psicológicas, la coca-cola se instaló en casi toda clase de sociedades y se quedó para siempre, obteniendo más dinero y poder que cualquier líder sindical del magisterio.

            No está fuera de proporción lo dicho por López-Gatell cuando llama “veneno embotellado” a los refrescos que produce la empresa Fomento Económico Mexicano, una sociedad anónima filial de The Cocla-cola Company: Fanta, Sprite, Delaware punch y, por supuesto, Coca-cola, muy populares entre los mexicanos promedio que los tienen como parte de su cultura: “Sin coca no son carnitas”, dicen, o “siento que no comí, si no me chingo una coca”. Bueno pues gracias a la pandemia por COVID-19, hoy está más que claro que estos mexicanos son los que menos resisten la enfermedad, pues la mayoría de ellos son tan obesos como Santaclós, hipertensos y diabéticos. Cientos de venenos vienen en botella, pero pocos como esta bebida exageradamente azucarada circulan, no solamente con entera libertad, sino con el impulso y el aplauso de los medios de comunicación, que tienen en la divulgación de “sus bondades”, años ha, un jugosísimo negocio.

            Una idea de desarrollo económico puso la coca-cola en una botella (en un principio, con apenas 220 mililitros); la ignorancia la puso en un biberón. Todos hemos visto al menos una vez a algún bebé tomando refresco en el biberón, mientras sus padres y sus hermanitos comen papas fritas o fruta ¡con chile!

            “Todo va mejor con coca-cola”, decía, muy orondo, un eslogan para anunciar la bebida en 1960; “hoy la llevamos en el corazón… en el hígado, en el páncreas y, sobre todo, en la sangre”, dijo un enfermo de diabetes mellitus. “¡Gracias, coca-cola!”

            Ahora bien, no todo es culpa de los consumidores, después de todo, si la sociedad abraza lo letal sin resistencia (o incluso lo encuentra placentero) es porque algo o alguien lo hizo irresistible. Lo que mejor le ha dado resultado a quienes por décadas se han dedicado a diseñar campañas publicitarias es usar la compasión y el miedo, como divisas para atrapar a los consumidores: el miedo a la guerra y a la muerte, a la soledad, a la pobreza y a la infelicidad.

            Más perverso que una campaña del Teletón, con la compasión como señuelo y el chantaje como presión para un caldo a gusto de Televisa, es una campaña comercial de coca-cola en una campaña del Teletón.