Sincretismo II

Ismael García Marcelino

San Sebastián, Cuitunio, 1999

Pomposo hizo sonar la campanilla y el padre Antonio, con una oración, instaló la custodia con el Santísimo en el altar, les recordó a sus fieles no olvidar sus horas de oración y dio por terminada la misa de casamiento. En el patio de la iglesia, construida hacia finales del siglo xvii, un grupo de señores principales aguarda la salida de los novios. Una orquesta de Paracho espera la señal del padrino para empezar con la música, mientras el barullo va tomando forma de rumor: “¡ya vienen!”.

     La gente que acompaña al padrino, se sintió con el deber de ser los primeros en felicitar a los esposos. Esparcidos, algunos lugareños contemplan la ceremonia, una boda inusual a la que no se sienten invitados. Animados por el padrino, quien gracias a sus veintiún años como director de la telesecundaria es conocido y popular en el pueblo, finalmente se habían acercado a felicitar a doña Estefanía y a su esposo el maestro Beni, por sus 70 años de casados, en una especie de bodas de oro.

     Ataviada al modo de las lugareñas, blusa bordada en punto de cruz, rollo de Santa Fe de la Laguna y delantal de Zipiajo, Karla salió al encuentro de Alexander, un chico norteamericano que aspira llevarla a vivir a San Luis Missouri. Transformada, pues nunca antes se había dejado ver “con ropa de su pueblo”, Karla lo tomó por un brazo y le dijo que fueran a conocer a la tía Estela.

     —¡Dios mío, no lo puedo creer!, dónde se ha visto mujer más linda.

     —Dices eso porque me ves con ojos enamorados, darling. Pero yo soy la misma recorriendo las tiendas de San Francisco, que con esta ropa que me conecta con mis raíces.

     —Es posible; pero ahora mismo sufro porque yo no tengo una identidad, ni una cultura propia ni una lengua de la que pueda sentirme orgulloso; ya no soy sioux, ni cherokee, ni…

     —No te sientas mal, Alex; el padre Toño nos ha explicado cómo todos somos iguales.

     —Y le has preguntado al cura ése que dices, ¿por qué entre hermanos hay quienes se avergüenzan de su origen, discriminan a sus paisanos en los Estados Unidos y los tratan como apestados?, se ha dicho que somos iguales sin importar la raza ni el color, ¡no es cierto?, ¿pero no es cierto también que a los extranjeros nos tratan como enemigos? —reclamó el chico, sin entender las ideas que ahora sostenía su novia.

     —Porque, por más que indígenas, tenemos derecho de salir de nuestros pueblos en busca de una vida mejor. Lo que importa es que a donde quiera que vamos, nos sentimos orgullosos de nuestro origen y guardamos bonitos recuerdos de nuestra tierra.

     Temeroso, Alex abrió tamaños ojos y calló para no contrariar a Karlita. A pesar de todo, la amaba profundamente…

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La columna de humo que los fuegos pirotécnicos levantaron en la casa de los novios se podía ver hasta Santa Fe. Al grito de “¡vivan nuestras tradiciones!”, perdida toda compostura, morrales de utilería en total desorden, desalineados los delantales y las faldas de percal, los asistentes a la “boda de plata”, familiares del padrino, de los novios y el grupo de amigos de Guadalajara, llenaban el salón de fiestas pasando del Toro pinto al reguetón sin tocarse el alma. Cada quién su botella, se repartieron tragos del más fino tequila. Hubo quien, al más puro estilo patriotero, se animó a gritar “¡viva México, cabrones!”

     Alex no se atrevía a participar ni a detener a Karla, y entonces lo descubrió: Sentada con los pies estirados, la muchacha se echó el percal sobre las piernas dejando ver unas mallas negras dobladas hasta las rodillas…

     Estupefactos de una “boda” donde en nombre de la tradición se hicieron los más desastrosos desfiguros, hombres y mujeres del pueblo se recogieron a los costados de la casa. Sin ningún orden inteligible, se bailó La víbora de la mar a ritmo de abajeño, se cantó el Cielito lindo y hasta La bamba, que nada tenía que ver. Exhausta, Karla se fue sentar junto a su novio.

     —¿Qué pasó con la ropa que te “conecta” con tus raíces? —preguntó ansioso el chico norteamericano.

     —¡Ay, Alex! —dijo, y le clavó la mirada con reproche—: Me dejé los mallones porque ya me cansé de estas chingaderas, y ya ahorita me las voy a quitar a la chingada…

     Alexander, de profundo origen indígena, descubrió que mientras se “honra” la tradición y la costumbre, debajo de “sus raíces”, guardan una gran fe por lo más glamoroso de las tiendas…