Arnoldo se detuvo una eternidad en la entrada de la choza, abriendo y cerrando tamaños ojos para acostumbrarse a la penumbra que las velas, apenas dos, trataban de disipar. De un brinco, Andrea alcanzó la puerta, se colgó del cuello del muchacho y lo llenó de besos gritando de alegría: “¡Viniste, viniste, Arnoldo!; ¡viniste!; ¡sabía que no ibas a fallar, lo sabía!”, cantaba casi. “Sí, preciosa; aquí me tienes”, respondió el chico y se desembarazó del gabán, un gabán sin señales de colorido, dejando ver un cuerpo delgado, como si la piel pegada a los huesos, como si tuviera piel… “Algunos me ganaron a llegar, por lo que veo”, dijo aguzando la mirada, mientras la muchacha buscaba entre faldones y rebozos que ya jamás usaría, un lugar para el zarape. “Sí; Domingo Quiroz, mi tío, llegó esta mañana y al ratito, Cecilia Flores, la hija de tata Albino, ¿te acuerdas de ella?, estaba contigo en la secundaria”. “Sí; la que falleció en Morelia, ¿no?”. “Ajá”. “¡Una eternidad, Arnoldo, cuéntame!”. “¡No exageres; no hace ni doce años!” “Bueno, como si lo fuera”. “Pues qué te puedo decir; acabé todo confundido; uno no sabe ya si quiere que la gente se muera o si quiere que viva muchos años… ¡Mira, no sabes cómo esperé este momento!, y ahora sí, no me gustó cómo pasaron las cosas, pero aquí estamos, juntos ahora sí, y entiendo que para siempre”. “¡Para siempre, siempre, corazón!; ¡hasta que la vida nos separe!”. “Que es nunca”, aclaró el muchacho”. Ella volteó hacia la puerta. “Así es… mira, ¿ya viste quién llegó?”. “No; ¿quién es el señor?”. “Domingo Campos, el que cantaba pirekuas, quién sabe si te acuerdes de él”. “Ah, sí el señor que era amigo de Alejandro Quiroz, el papá de Domingo, que está ahí”. “Exacto; dicen que se murió de extrañar a su muy amigo”. “¡Pues, mira!”
Andrea se aproximó para recibir al recién llegado, que, sin soltar su violín, recorrió con la mirada los rostros de los presentes. Consuelo, acomodaba las flores que Sara, la esposa del recién llegado, le entregó. Las dos mujeres se acercaron a la caja y contemplaron la cara de la muerta. Consuelo explicó por enésima vez las circunstancias en que Andrea se ahogó en la playa, de los trabajos que pasó para que le entregaran el cuerpo y por las que tuvo que pasar para no dejar que la cremaran, más las que estaba pasando ahorita mismo, porque más de cien compañeros de su escuela estaban aquí, y ni dónde acomodarlos…
Después de Domingo el cantador, el otro Domingo, Arnoldo, su novio de la infancia, dos hombres de rostros irreconocibles, y su tía, a quien habían traído muerta de Estados Unidos, Andrea siguió recibiendo a todo el que de ella se acordó. Al mismo tiempo, Consuelo, su madre, fue acomodando todo el pan y la mazorca que la gente le llevó, como es la costumbre.
Las campanas dieron primera llamada a misa de cuerpo presente y el barullo creció. Todos se pusieron nerviosos y comenzaron los arranques de euforia. Hora de ir sacando a la difunta, y los lloridos se volvieron gritos que ya no dejaron oír al rezandero que se desgañitaba por hacerse oír, y los niños que sin saber por qué, lloraban con más ganas… Lorena se tiró en el suelo sin dejar de gritar y la maestra de matemáticas se abrazó de la caja de madera.
Andrea tomó de la mano a Arnoldo y, en semicírculo, el grupo de amigos de Andrea, muertos años atrás, vieron la multitud de acompañantes encaminarse a la iglesia.
“¡Vámonos; aquí ya no contamos!”, dijo la muchacha.
“¡Hace tanto que no contamos!”, dijo Domingo, y se fueron desmoronando uno por uno…