Quién no ha asistido a una mesa redonda donde los ponentes son buenos, pero el moderador los interrumpe, los cuestiona y hasta los ningunea; una conferencia donde el moderador “sabe” más del tema y no pierde oportunidad de un lucimiento personal; una charla donde los ponentes son malos y el moderador es la cereza del pastel, o un festival escolar a pleno sol, donde los discursos son oficiales y abundantes y los asistentes no encuentran cómo desconectar al maestro de ceremonias.
Luego de la concentración y el esfuerzo de todo un equipo de personas para que la presentación de un libro, la conferencia o el panel de debate salgan lo mejor posible, no hay nada más lamentable que el estropicio que un moderador improvisado pueda perpetrar contra el acto.
He aquí algunas reglas que quizá le sirvan, si está buscando un moderador o está a punto de aceptar una invitación para serlo. Funcionan también para un conductor de radio y para un maestro de ceremonias, esos seres que encuentran en su encomienda para conducir un acto público la mayor dificultad, esas personitas que cuando moderan, se hace necesario que alguien los modere.
Primero, su función se parece al del encargado de la tienda: es quien debe llegar primero porque si no, quién abre, y el último en marcharse, porque si no, quién cierra —los micrófonos, en este caso—. La impuntualidad es una barbaridad, pero para un moderador es además una desventaja porque al rato andará preguntando datos que, por defecto y por anticipado, debería conocer: los nombres de los panelistas, sus fichas de presentación, la pronunciación de extranjerismos o palabras en lenguas distintas de la suya. Siempre es mejor que se acerque al conferencista para consultarlo sobre, por ejemplo, cómo se pronuncia su nombre o el título exacto de su libro más reciente.
Segundo, es mejor si sabe suficiente sobre el tema de que tratarán los panelistas o los presentadores del libro, el conferencista, etcétera; pero eso vale la pena para que, llegado el momento, reencauce el discurso de quien pudiera divagar; nunca falta un despistado. No perderá de vista que su función no es menor, pero que el conferencista, el panelista o el presentador del libro es otro, no él (o ella), pues nunca falta el moderador que trae su propio concierto y aprovecha para ventilar lo que sabe o, por más que no quisiera, lo que ignora; pero si tiene la intención de opinar sobre el tema porque se siente muy docto, porque cree que el público espera oír su opinión o porque se siente con derecho de corregir a alguno de los panelistas, debe saber que su derecho de opinar es sagrado, siempre y cuando lo haga en ucraniano antiguo o en sánscrito.
Su función se limitará a presentar al ponente y leer (palabra subrayada) la semblanza que le hagan llegar los organizadores; nada más. Su puntualidad le permite leer con anticipación esa información y saber qué sobra. Esta precaución le servirá para que al final, en aras de la brevedad, sepa qué líneas no vale la pena mencionar por intrascendentes.
Por último, pero no menos importante, y esta regla también es para cuando hace de locutor de radio: A falta de un buen comentario, el silencio es excelente opinión.