—A ver; dígame, pero sea breve, por favor; en diez minutos tengo una reunión… —apuró Samuel—. Es más; de una vez le digo lo que tenemos disponible de la Secretaría de las Artes: le puedo ofrecer a Joaquín Pantoja, es un guitarrista que canta pirekuas; el grupo Purembe, que toca música p’urhepecha y…
—No, tata presidente; nada de eso; nosotros le agradecemos, pero es que nomás me mandaron a invitarlo para que nos acompañe en la fiesta del pueblo.
—¿Ah, sí?
—Sí; me pidieron los señores autoridad que le dijera que no se olvidara de venir a sentarse con nosotros a oír la música; nada más.
Mudo de asombro, pues acababa de atender a no menos de diez comitivas y este hombre era el primero y el único en toda su administración que superaba todos los filtros para colarse hasta su oficina y hablar con él, todo para no pedir nada, sino para invitarlo a la fiesta. No pudo evitar que regresaran a su memoria los canturreos de la gente que acababa de marcharse: “Lo admiramos, señor presidente”, “estamos seguros de su generosidad, señor presidente” y frases así…
—La mera verdad, en el pueblo nadie cree que usted se digne acompañarnos y, aunque no le prometemos más de lo que Dios nos socorra, me pidieron que insistiera en que no nos fuera a dejar con el plato en la mano. Yo, para ser sincero, tampoco tengo mucha confianza, pero lo invito de todo corazón; digo si le queda un espacio.
II
El lunes muy temprano, Samuel subió de dos en dos las escaleras que lo llevan a su oficina. Rubén le salió al paso para advertirle que había un grupo de personas esperándolo.
—¿De qué se trata?, ¿no llegaron los grupos que les mandamos?
Nada de eso; de hecho, ya respondí a la secretaría agradeciendo por su apoyo, creo que más bien están inconformes porque…
—Pásalos, déjame atenderlos…
Caras largas, miradas inconformes, no sin temor, unas veinte personas se organizaron para hablar por turnos. Samuel escuchó con paciencia y sin interrumpir una serie de reclamaciones que no alcanzó a comprender del todo:
“Los grupos que nos mandó a la fiesta son lo más falso que hemos tenido en el pueblo”, dijeron; y Samuel notó que habían retirado el “señor presidente”. “¡A mi pueblo llegó un grupo de danzantes que ni sabe cómo es la fiesta!”, espetó otro muy enojado, “lo primero que hicieron fue pedir comida china de un restaurante y antes de bailar se pusieron a destapar cervezas como si la cosa”. Otro reclamó que “los danzantes que nos mandaron ni siquiera son indígenas, bailaban raro y el video que el doctor Wischberg quería hacer sobre nuestras tradiciones de plano se fue al carajo”. Otro dijo que el grupo de Los folcloristas ni se saben las pirekuas, y a la hora de la hora…”.
Total, que en cada pueblo la fiesta había sido un fraude para los turistas.
Samuel tomó aire y, todavía con el saborcito de lo que había disfrutado en San Isidro, donde hasta se había puesto a colgar fruta en los arbolitos que adornaban el altar y hasta había jugado con los niños de la casa del carguero, suspiró profundo y repasó bien lo que iba a contestarles a los promotores de la fiesta del corpus que habían pedido su apoyo “para revestir sus fiestas y tradiciones”, para mostrar “nuestra cultura” a los turistas que nos visitan y para “rescatar nuestras raíces…” etcétera.
Bueno, los grupos artísticos eran tan falsos como la fiesta donde ustedes se muestran al turista como no somos… sus palabras para mi administración, también.