En condiciones de igualdad verdadera, la interculturalidad debería ayudar en la construcción de redes y canales para la comunicación y el entendimiento entre culturas que, a la fecha, han acumulado siglos soportando una relación desinformada y confusa, condición que, a fin de cuentas, arroja los mismos conflictos interculturales.
A estas alturas, lo deseable es que haya condiciones para identificar las principales dificultades que la interculturalidad enfrenta en aras de poner orden en una serie de relaciones sociales que, a pesar de todo, mantienen la tendencia a colocar a unos por encima de otros, a la manera tradicional: El trato “igualitario y equitativo” que institucionalmente se busca establecer, de una manera reconoce la riqueza de las sociedades culturalmente diferenciadas, como la de los campesinos, los indígenas o las personas con preferencias sexuales diversas; pero, de otra manera, les niega tal riqueza. En una lectura alterna, el “respeto” que se profesa a esta nueva relación entre personas culturalmente diferenciadas, donde se dice que “todos somos iguales, tenemos los mismos derechos, las mismas oportunidades y merecemos respeto”, está más que manifiesta, pero, en la práctica, esta condición se reduce a una simple concesión. En el mejor de los casos, en escuelas con una filosofía intercultural mínima, por ejemplo, es una concesión negociable en espacios de una campaña con base en lo que políticamente se considera correcto; más o menos como cuando oficialmente se enuncia y se resalta la importancia de “rescatar nuestras raíces”, pero no se conoce la naturaleza de tales raíces, no hay manera de justificar por qué cualquiera se siente con derecho de considerarlas “nuestras”, a qué se refieren con “rescatar” y, mucho menos, cómo proceder para “rescatarlas”.
Aquí valdría la pena diferenciar con claridad la enorme distancia que hay entre conceptos como “rescatar” y “fortalecer”, dejar claro si en una comunidad real y verdadera las formas y las razones internas para celebrar están en condiciones de agonía o es la hegemonía de “lo nacional” construida sobre una idea integracionista lo que coloca a su cultura como digna de rescate; meditar si hay razones para confundir “desarrollar” con “representar” y al mismo tiempo estar seguros de que la reproducción de un baile tradicional (o cualquier otro rasgo de la fiesta), en el patio de una escuela, en el museo, en el teatro nacional o extranjero, lo mantendrá ileso; valdría la pena saber si “promover” y “exhibir” a los indígenas en espacios totalmente ajenos, en festivales protagonizados por personas totalmente ajenas y en ámbitos totalmente ajenos a la comunidad, les deja, además de los bolsillos repletos de ganancias en dinero, tranquilos con su “procedimiento institucional”. Pero eso será en otra oportunidad.
Desaprender es, por lo que se ha visto, un proceso más difícil y complejo que reforzar y transmitir de generación en generación la idea de que las culturas nacionales, es decir las que han resultado de la colonización actual (la que norma la vida nacional, ayudada por el cine y la televisión comerciales) e histórica (la que en Mesoamérica perpetraron los europeos en el siglo xvi), deben prevalecer sobre las culturas primigenias, también conocidas como originarias.
El componente intercultural, sin el de la conciencia social como resultado de la educación (que no la instrucción), sin un proceso mediante el cual las personas y las sociedades se deshagan de siglos de racismo y discriminación, no sirve de mucho entre las sociedades ni entre las instituciones.