Muerto el poeta
Ismael García Marcelino
Los rombos grabados sobre el cemento se iban perdiendo conforme los golpes de marro desmoronaban la base del monumento al poeta en el patio de aquella escuela abandonada. Vaciado en yeso, echando el cuerpo hacia atrás, un golpe certero lo hizo tambalear y el busto pálido del poeta perdió verticalidad para quedarse mirando al cielo. En la radson de la casa de Chaná se oyó una balada de Los Strikers, lo más cursi que estaba de moda y, voz en cuello, el voceador anunció el baile para la fiesta del Santo Cristo.
—“Si hubieran sabido el trabajo que nos está dando quitar de aquí esta chingadera, no la hubieran puesto”, dijo uno de los maestros, exhausto por los golpes de marro asestados contra lo que iba quedando de la estatua. Risas. El Tsiqui entró al relevo mientras el Chutas derribaba a punta de hacha la mata de durazno que reventaba con sus raíces el piso de la otrora escuela primaria: “Los besos, las caricias…, ¡saz…!, y tantas otras cosas…, ¡saz…!, que presenció la noche…, ¡saz!, que te entregaste a mí…”, cantaban para amenizarse la faena. Alguien repartía cervezas heladas.
Nadie recuerda en el pueblo el nombre de quien autorizó al grupo de deportistas que, para organizar su baile, debió comprometerse a derribar la estatua.
—–
De una camioneta de servicio público que se detuvo en El Palomar, bajaron con dificultad dos hombres. Por la calle que da al tempo del pueblo llegaron al atrio donde vieron, en rededor de la tumba del padre Chuela, a un par de niños jugando.
Entre basura y escombros, se abrieron paso, entraron en la escuela abandonada; el más viejo de los dos buscó con la mirada una estatua y una mata de duraznos que, según recordaba, él mismo había plantado con los niños de tercer grado de aquella primaria. Entre un montón de arena reconoció la figura de Martí y no pudo esconder un gesto de asombro y dolor.
—“¡Si supiera, maestro, cuánto trabajo nos costó levantar aquí esta escuela y este monumento!”, suspiró.
Erongarícuaro, 2001