¡Atención, escolta…!

Ismael García Marcelino

Ludwika se deshizo del sujetador de pelo y, bañada en sudor, abandonó por un momento el ritmo para poner un pie en el borde de la cama. La cadera hacia atrás y adelante, reanudó la danza con dedicatoria para el hombre que yace en la cama, la contempla y se incorpora para despojarla de las medias. Con largos acordes de guitarra y sintetizador, Santana dio por terminada la pieza de rock que llenaba la habitación y comenzó otra. La muchacha aprovecha para agregar intensidad a sus movimientos.

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Las caras duras de los invitados de honor dibujaron una línea horizontal en la mesa del presídium, miradas que luego se suavizaron cuando la bandera apareció al pie de las escaleras, escoltada por seis muchachitas primorosamente enfundadas en uniforme de gala: suéter colegial, cuello y falda corta.

          La directora había dado la instrucción de que “las seis muchachas más bonitas” fueran escogidas para escoltar la bandera en la ceremonia de clausura. Las chicas casi sintieron la grasa de las manos del supervisor, al centro de la mesa de honor, y de los hombres que lo flanqueaban, en aquella mirada que las desnudó una por una. Sin embargo, cuando caminaron frente a la mesa, cierta emoción perturbadora, los nervios por la mirada de uno de ellos, las traicionaron e hicieron perder el paso. Ubaldo, el maestro de Química, de grandes manos, pelo ensortijado y dientes blanquísimos, para locura de aquella generación de contadores públicos, esa mañana lucía pantalón de vestir estrecho, camisa formal y saco de pana. Las muchachas perdieron la compostura y abiertamente voltearon a mirar al profesor. Sólo la muchacha de lentes, pelo rubio y pechos pequeños conservó la calma.

          Todas chocaban con ella. Sobresaliente en el grupo, esbelta y, a decir de los chicos, “la de mejor cuerpo”, la Güera siempre fue muy seria y nadie podía señalarle gestos de coquetería. La escolta pasó frente al maestro de Química y ella ni volteó a verlo, mientras que la concurrencia masculina, gracias a sus minifaldas, tuvo sus propias razones para la contemplación.

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La última canción de Santana terminó, Ludwika terminó montada en el cuerpo del maestro de Química y la blusa, los lentes y la minifalda terminaron por el piso. Para cuando ella comenzó a emitir grititos de placer, mi estado de ánimo ya no me dejó seguir mirando y salí de mi escondite dando un portazo. Nunca voy a arrepentirme lo suficiente de haber sido yo quien la empujó a formar en la escolta.

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