“Por amor al arte”

Ismael García Marcelino

I

El avión despegó y la ciudad se fue desdibujando hasta desaparecer por completo. Desde la mirilla, Patricio pudo distinguir un punto, como un grano de sal, que sobresalía del resto de las casas de Ciudad Blanca. Cerró el libro y acomodó la tarjeta-separador. Paladeó su tristeza. Con las últimas palabras le quedó un inquietante, agridulce, sabor a nunca más: “…te amo; por favor no tardes. Tuya para siempre: Maribel María”.

 

II

La música sonó en mi cabeza con claridad prometedora y la proximidad del baile me provocó una sonrisa. Nerviosa, más por hacer tiempo que por interés, nos detuvimos frente al Museo Cantón, un edificio como de sal construido con el gusto más que exquisito. Una escalera que remata en dos enormes columnas, dos hombres uniformados que resguardan la entrada y un vientecillo frío. Manolo aprovecha para abrazarme. “Por amor al arte”, el título de la exposición, una puerta de cristal, un pasillo largo, una sala y unos brazos que me rodean, me hacen feliz. Un grupo irrumpe en la sala y estropea la calma y mi tranquilidad. Sin volver la cara para verlos, entretenida en un par de piezas de deshilado de “las artesanas de San Felipe”, supe que aran más de dos. Luego una fotografía sobre una ceremonia pagano-religiosa en Ocumicho, mujeres danzantes, toro de papel de colores y un bosque de coníferas en un pueblo serrano de Michoacán. Casas como de juguete en aquel lugar lleno de montañas, lejos del clima cálido a que estamos acostumbrados acá.

     Un paso de costado sin dejar de mirar y casi arrollo a un tipo atraído por la misma fotografía. Levanto la vista y nos miramos un segundo. Se lleva la mano al bigote y dibuja una sonrisa discreta, se alisa el cabello y se disculpa: “Perdón”, y, sin dejar de sonreír, hace una caravana como si me mostrara una alfombra por la que debería pasar. Pensé que me diría alguna obscenidad. Nada dijo. Lo vi alejarse en sentido contrario sin volver el rostro y, por alguna razón, eso me lo pintó odioso.

     Una mampara que mostraba lo mismo una joya antigua de Taxco que una tarjeta pintada a mano de los yaquis de Sonora me atrapa. Y ahí está otra vez; quiero decir están, porque ahora son tres. Junto al tipo del bigote, uno de lentes, un poco más alto con una cámara colgada al pecho.

     —¿Tu eres de aquí? —me preguntó a bocajarro.

     —No; vivo en un pueblo que está a una hora desde aquí.

     —Ah, pero trabajas por aquí, o estudias, o algo es que debes hacer por aquí… ¿me equivoco?

     Zas, una pregunta tras otra, este tipo no será obsceno pero preguntón sí, ni quien lo dude.

     —Trabajo aquí, soy promotora en el CEFED y estamos tratando de fundar un Museo Comunitario en un pueblo cerca de Izamal y…

     Sin mi autorización, mientras yo me solté respondiendo hasta lo que me preguntaron, su amigo se ocupó de tomarme un par de fotos y de bombardearme con preguntas que respondí con dedicatoria para el chico del bigote. Nos contemplamos abiertamente y, muy turbada, supe desde ese momento, que hubiera querido que el baile de esa noche terminara en parranda con él. Así habría sido si Manuel no hubiera llegado a mi rescate.

     Con la promesa de vernos al día siguiente, les anoté mi número telefónico y él se atrevió a agregar su número de habitación.  

     —Patricio Ventura —se presentó, y se quedó con mi mano más de lo educadamente correcto.

 

III

Más por no quedarme solo en el hotel que por las ganas de pasear, una película de Bergman que daban en canal 22 se quedó para mejor ocasión. Entramos en el museo y H hizo que pusiera atención, una vez más, al chiste de la ranita: “entonces, que pasa el tren y que le corta la cabeza. Pausa. ¿Saben cuál es el chiste del chiste?: “No pierdas la cabeza por unas nalgas”, y se rio de su ocurrencia. Para ese momento ya resultábamos molestos para los demás visitantes de “Por amor al arte”. Armando había soltado tremenda carcajada y en un descuido casi soltó la cámara. Un hombre uniformado se acercó para pedirnos “silencio, por favor”. Me separé de ellos, pero no evité que sus burlas me siguieran. Identifiqué a Ocumicho en una fotografía de Alonso Ceras: mujeres bailando el toro en la fiesta del Carnaval. Sentí el empujón de una mujer de figura menudita, elegante y sencilla, que me pareció bellísima de verdad. Por la forma como me miró sentí que traía una cucaracha en la cara. Turbado, di un paso atrás y le señalé el camino: el gesto me salió como si ella fuera la princesa de Asturias y yo su primer ministro: Le pedí perdón y caminé en sentido contrario dejando pasar buena parte de la exposición. Cuando supuse que no se daría cuenta, me volví para mirarla a mi antojo: líneas elegantes, pelo caudaloso y negro, cuerpo menudito y paso de princesa. Al otro lado de la sala había piezas de plata de Taxco y gráficos de los yaquis de Sonora. Cástulo se aproximó diciendo: ¿Ya viste estas fotografías de Angahuan? Ya, respondí, y no es Angahuan, es Ocumicho. Como si tuviéramos una cita en medio de la sala de exposiciones, la dama elegante y yo coincidimos de nuevo frente a los dibujos.

     —¿Tu eres de aquí? —le pregunté sin pensarlo. Yo creo que su educación no le permitió dejarme con la palabra en la boca.

     —No; vivo en un pueblo que está a una hora desde aquí.

     —Ah, pero trabajas por aquí, o estudias, o algo es que debes hacer por aquí… ¿me equivoco?

     Pobre, apenas le di tiempo de responder a un chorizo de preguntas. Me di cuenta de que mis ansias por conocerla me estaban llevando hasta la grosería.

     —Trabajo aquí —respondió amable—, soy promotora en el CEFED y estamos tratando de fundar un Museo Comunitario en un pueblo cerca de Izamal y…

     Arrepentido de mi actitud, la dejé hablar y para que no me fuera negada la oportunidad de conocerla, me presenté de sopetón:

     —Patricio Ventura

     —Maribel… Maribel María…

 

IV

Una palada, dos paladas de tierra y la mirilla se fue iluminando de negro. Sé que es un contrasentido decir que algo “se ilumina de negro”, pero ya nada de eso vale la pena, ya qué más da. Una palada más, dos paladas, y a través de la mirilla nunca habría de mirarse nada más. La presión de la tierra hizo crack en el vidrio y para mi asombro ninguno de los vidrios que cayeron sobre mi cara me hizo daño. Ruidos que no consigo identificar, luego silencio, oscuridad, nada…

 

Mérida, 1998