La discriminación institucionalizada

Abdías Segundo

Cuando se trata el tema de la discriminación en un país de tantas y tan amplias diferencias en el desarrollo, en las posibilidades económicas y en la naturaleza cultural, por decir lo menos, el primer conflicto a resolver con base en la reflexión debe ser que, si hay una lucha para combatir la discriminación, es porque en sus muy diversas formas, las conductas discriminatorias son verdaderas, conviven con naturalidad, cotidiana y resignadamente, pero no necesariamente en paz: unas son visibles, otras disimuladas y muchas otras, más lesivas, institucionalmente aceptadas o, peor aún, sistemáticamente alentadas con el halo de la difusión y promovidas en espacios exprofeso. Esto ya quiere decir mucho y es muy intrigante, pero, paciencia, iremos tras eso.

            La segunda es una tarea compleja que consiste en comprender la discriminación como un proceso que conduce a la clasificación de las sociedades, es decir de las personas, en categorías que colocan a unos por debajo de otros, etiquetándolos primero y, como resultado natural, dominándolos y sometiéndolos, después.

            Definir no hace falta, porque en estas condiciones, por más que discriminar no siempre será indeseable, definir separa, es decir, discrimina; mientras que la comprensión, partiendo de la idea de la existencia del otro, reconoce, empatiza y articula la relación con base en normas mínimas de convivencia.

            Entre paréntesis: quien para la comprensión de este fenómeno tenga como base el desarrollo económico, reza al dinero como a un dios que le ofusca, y es tiempo perdido el que se invierte en hacerle recuperar su naturaleza humana, pues para él, el otro es alguien con valor y sentido sólo en la medida en que tenga sentido económico y valor monetario. Buscar por ahí es como buscar un banquero que comprenda.

            Entre las conductas discriminatorias están las que, por su naturaleza regulatoria, facilitan el funcionamiento de las instituciones naturales: el asiento en el servicio público que privilegia a los discapacitados, las personas mayores, enfermas o embarazadas, la preferencia para los niños en materia de nutrición, el presupuesto preferencial para la producción de alimentos y la agricultura, etcétera. A esta forma de la discriminación se la conoce como positiva: Escoger, por ejemplo, los tomates podridos y retirarlos para evitar que favorezcan la putrefacción de toda la caja, es una discriminación técnicamente necesaria.

            Lo complejo viene cuando hay que identificar las afirmaciones que niegan y colocarse a buen resguardo, cuando surgen instancias de gobierno que naturalizan la segmentación y colocan a funcionarios “bien intencionados” que se toman todo el tiempo del mundo para identificar el problema, comprenderlo y “atenderlo”. De esa manera, en apariencia a favor de indígenas, discapacitados, mujeres, adultos mayores, jóvenes, y de cada sector de la sociedad clasificada como altamente pobre y vulnerable, se han desplegado programas y secretarías sin la menor intención de combatir la pobreza y la vulnerabilidad; discriminando, y no favoreciendo, el desarrollo cultural de los pueblos indígenas con festivales y modelos exhibicionistas popularmente muy aceptados. Exhibir a las personas como lo exótico de lo mexicano, igual que se exhibe a los animales en espacios no naturales, ajenos a su entorno, en un zoológico o en un circo, es discriminación lesiva; declarar que esos procesos son importantes para su “atención”, es discriminación institucionalizada.

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