La fiesta de la discriminación

Abdías Segundo

Las afirmaciones que niegan tienen el doble filo de quien finge que da valor a algo que en la práctica discrimina. La Guelaguetza es el mejor ejemplo de discriminación institucionalizada. Hay que diferenciar primero la naturaleza de la fiesta en una comunidad indígena, que de ninguna manera está dirigida a los visitantes y mucho menos a los turistas, de una fiesta con propósitos específicos y precisión logística probada, que de ninguna manera está dirigida a los participantes; serán ellos los primeros excluidos. En una fiesta organizada para el espectáculo, los participantes, reducidos a simples actores, tienen una función designada, tiempo y turno, y no tienen permitido salirse del esquema ni del horario.

            En la comunidad la fiesta ocurre en momentos, no en horarios, se mueve por voluntad y fervor de los participantes, no de los organizadores, no hay públicos, hay que estar en la misa, en la presentación de la cera, en la procesión, en la quema del castillo (fuegos pirotécnicos), en la ofrenda al santo patrono, participar de la comida desde la recolección, que suele durar todo el año, pero sobre todo, hay que tener claro nuestro sitio en la celebración, la fiesta viene sola, pues en una comunidad es tan grave hacer lo que le corresponde a otros como dejar de hacer lo que nos toca. Luego de la celebración, que ni comienza en punto ni termina en otro, todos los participantes, familia y familiares, recibirán tarde que temprano el reconocimiento o la sanción social que merezcan y el santo patrono “les dará más”, suele decirse.

            En cambio, el festival no tiene nada que celebrar, para decir lo menos. No está dedicado al santo patrono porque el santo patrono no está. No es la fecha onomástica ni son las razones para celebrar las que mueven a los actores; a ellos los mueve un contrato, un compromiso administrativo y sus funciones están reguladas por un coordinador. Terminada la “fiesta”, los “representantes” de cada pueblo, usufructuarios en realidad, los tramoyistas, los del servicio de catering, los coreógrafos, todos, recibirán una remuneración en dinero como pago por sus servicios y su talento, por haberlo hecho muy bien. Del público, que pagó su derecho a una butaca numerada, recibirán un aplauso, igual que en una relación servicio-cliente.

            El conductor de una estación de radio cultural indígena (de éstas que instaló el INI y ahora administra el INPI), se lamentaba amargamente ante la noticia de que la Guelaguetza, por instrucciones del gobernador de Oaxaca y con razón de la pandemia, se postergaría hasta nuevo aviso y quién sabe si en noviembre habría de reactivarse “la fiesta más importante de los pueblos indígenas de Oaxaca”. Nada más fuera de lugar. La fiesta en cada una de las comunidades de Oaxaca se sostiene y se dinamiza con base en un sistema de cargos y cofradías que obedece a usos y costumbres establecidas por la propia comunidad. Si en San Andrés, en San Pablo o en Santo Santiago, la fiesta se postergó, se canceló o se modificó por precaución, la fiesta interior no dejó de celebrarse. Si el festival, que reúne no más que pedacitos de las fiestas, no se realiza, no es la celebración lo que se suspende, ésta sigue y seguirá su curso en cada comunidad, son los turistas quienes se perderán del espectáculo que para ellos representa, literalmente, la Guelaguetza. Si se llegan a comprender los alcances de la discriminación en su justa dimensión, este tipo de espacios para la folclorización y la exhibición de los pueblos indígenas dejarán de existir. Quizá sea por eso que el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, el Conapred, por más que tenga sustanciales razones de ser, no ha sido.