Homero cantaba pirekuas

Ismael García Marcelino

Se lo encontró recargado en la puerta de un sórdido local comercial que tenía en la entrada el inconfundible trompo de carne adobada, resguardado por un hombre moreno de escaso bigote, cabello lacio y brazos abrillantados por la grasa. Flaco y cabello crespo, trae en la mano un cuadernillo sin pastas y un delantal negro donde asoma un bolígrafo. Dio por cierto que si aquel muchacho flaco y grasiento no era quien parecía, todos tenemos un doble en algún lugar del mundo, y éste era el de Homero Campos.

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Olga, la de Capacuaro, se lo había pedido para la clausura del curso y aunque no lo sabíamos, aquél iba a ser el último poema que de su propia voz habríamos de escuchar. El Negro accedió por dos razones: primero porque de veras tenía algo que decir de un sistema que nos maleduca (desde entonces) en el espacio solemne de una clausura, algo que, apoyado en la poesía, valía la pena exponer. También la belleza de Olga, su carácter impositivo o la debilidad de Homero para decir no a la muchacha más linda de la generación. Enamorado a muerte, sufría su desdén y la deseaba; ella se soñaba rubia y se pintaba el pelo. “Como si no fuera linda de por sí”, decía Homero y suspiraba. Así que Olga le pidió un poema y Homero aceptó. Con aquella petición, Olga, quien sostenía que “con ese pinche negro, ni a misa” estaba dando su brazo a torcer y, por primera vez, el muchacho se sentía atendido por quien nunca lo tomaba en serio. ¡Pobre!, ¡qué sabía él de que cada una de nosotras abrigaba una esperanza con el chico que tocaba la guitarra, encestaba de tres puntos, pintaba como artista, tenía una letra preciosa y metía paz cuando algún compañero buscaba problemas. Nadie le recuerda algún enemigo, fue nuestro jefe de grupo de primero a tercer año, nos ayudó con las tareas y enfrentó al maestro de Historia cuando quiso reprobar a Nere, que batallaba para leer el pizarrón. Aparte su cuerpo de concurso, cantaba pirekuas e imitaba la voz de Chinto Rita. No había canción de Los Rayos que no se supiera.

     Como a una estrella y con la emoción de una clausura de cursos, la maestra de Literatura anunció a “¡nuestro poeta de la Técnica 181, que declamará un poema de su autoría para despedir a sus compañeros de generación!”.

     Gritos y aplausos de quienes ya conocíamos su talento. Lágrimas de emoción de la concurrencia y Olga ni volteó a verlo, ocupada en su nuevo novio.   

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Imposible de entender, Olga no fue fácil de complacer, y el día que tuve mi oportunidad con ella, la dejé ir. Mi esposa me hace burla e insiste: “se te fue viva la paloma”, me dice.

     —Tuviste que conformarte conmigo, querido.

     Yo callo; el punto está más que discutido. El saldo del desencuentro fue que abandoné la poesía, pero en cambio aprendí que no hay que buscarle aplicaciones, que nada cambia con la poesía, que nadie cambia con la poesía, que no edifica ni educa, ni despierta conciencias; más aún: que saberlo o descubrirlo a nadie le importa. Es lo mejor que hay para catalizar sensaciones, pero eso tampoco le importa a nadie, la sociedad es feliz con letrillas facilonas “que les retratan la realidad”, dicen. “No juego”, me dije un día, y mandé todo al carajo.

     —Pues a mí me gusta La Rondalla de Saltillo —vuelve a la carga. Risas y, en otro tono—: ¿Y nunca vamos a saber por qué no se casaron la Capacuaro y tú?

     Madredeus iluminó la habitación y Alma dobló la filipina que uso en la taquería. Omití el detalle de que hoy la volví a ver del brazo de su esposo y evadí la pregunta sobre Olga Constantino.

     —No vale la pena; eso pasó cuando pasó.

     —¡Ya cuéntame, viejo! —deslizó las palabras lo mismo que su cuerpo desnudo sobre el mío—; qué más da, yo soy tu premio de consolación. Alma, el disco de Madredeus y yo, terminamos al mismo tiempo.

     A nadie voy a confesarle nunca que Olga, male Olguita, según sus muchos admiradores, no disfruta de la poesía ni tiene noticia de César Vallejo, no compraría un disco de Caetano Veloso ni gastaría un peso en una edición de Cortázar; más aún: en vez de Los Chapás, prefiere Mintzita apasionado, le encantan Los Temerarios y no faltaría a un baile con La Flor de Michoacán. “No juego”, y nos mandamos al carajo.